Cuando manifestarse no era una broma

Cuando manifestarse no era una broma

En estos días he recordado algunas cosas de ese día que me gustaría compartir con vosotros, si os parece oportuno:

El día 20 de diciembre de 1973, a las nueve menos cuarto de la mañana, llegué a la plaza de las Salesas, junto a la sede del Tribunal de Orden Público, donde a las nueve se iniciaba el juicio contra los dirigentes nacionales de Comisiones Obreras detenidos un año antes.

Las peticiones de condena llegaban a los veinte años de cárcel en el caso de Marcelino Camacho, secretario general del sindicato; diecinueve para Nicolás Sartorius y algo menos para los demás dirigentes.

Allí había quedado con el resto de integrantes de la célula de la Joven Guardia Roja a la que pertenecía, y junto a otros cientos de antifranquistas, prácticamente todos comunistas de diferentes pelajes (el mío era amarillo). Organizamos una ordenada fila intentando acceder al juicio, teóricamente público y al que habían anunciado sus asistencia caracterizados corresponsales de diferentes medios internacionales.

El Proceso 1.001/72, como se denominaba oficialmente, había trascendido fuera de nuestras fronteras y allí estábamos para dejar constancia de nuestra pacífica oposición. Naturalmente, la zona por entero estaba inundada de gris: la Policía Armada patrullaba continuamente a nuestro lado y realizaba identificaciones arbitrarias inquiriendo el motivo de nuestra presencia allí. La respuesta era siempre la misma: “Soy estudiante de/quiero estudiar Derecho y estoy interesado en presenciar algún juicio.” “Circulen”, era siempre también la contestación.

También por allí pasaban, mirando siempre a la cara y acercándose mucho, unos tipos mucho más siniestros, de paisano, miembros de la Brigada Regional de Investigación Social, popularmente conocidos como la Brigada político-social. Muy jóvenes, prácticamente de nuestra edad. Estos practicaron algunas detenciones, ignoro en qué se basaban.
A las diez y media o las once el nerviosismo se desató y se dispararon las detenciones. Hay que tener en cuenta que no sólo no existían los teléfonos móviles, sino que se procuraba que las comunicaciones telefónicas desde cabinas fueran las menos posibles y en todo caso absolutamente lacónicas, con el mínimo de información o en clave.

Mi célula decidió dispersarse y se pasó la consigna: “A la una en La Cruz Blanca, Alcalá con Goya.” Era un ‘salto’ que estaba previsto desde varios días antes. Se sabía que se haría, pero no dónde ni cuándo. Para quien no lo sepa, un ‘salto’ es una manifestación en condiciones de clandestinidad: dura dos o tres minutos, hasta que se oyen las sirenas de los coches de policía. De ahí su nombre, no es un paseo, sino un salto. Se echan a volar panfletos y se corean tres o cuatro consignas.

Entonces llegan los coches policiales  y descargan a sus ocupantes, unos con porras y otros con pistolas. No era ninguna broma.

Cuando llegué ala zona de La Cruz Blanca, diez minutos antes de la hora y tras efectuar varias maniobras evasivas en el Metro, como era lo habitual, no detecté nada raro, así que a la una en punto estaba junto a la puerta de la cervecería cuando volaron los panfletos. Me extrañó que fuéramos tan pocos los presentes, pero ahí estábamos. Vi a un camarada muy cerca cuando sonaron las primeras sirenas y echamos a correr.

Ya lejos, llamé a casa desde una cabina y mi madre me dio la clave de alarma absoluta. Esa noche no dormí en casa y a los pocos días supe que al camarada que había visto junto a La Cruz Blanca lo habían detenido allí mismo. Le destrozaron.

Han pasado cincuenta años y muchísimas cosas. Casi nada de lo que ha contado el poder desde entonces es cierto. Va siendo hora de retomar la razón, la verdad y el relato.

Álvaro Sánchez

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